En el mar de los despojos.

Publicado en por Los Derechos de las Mujeres

El cayuco vagabundeaba por el Mediterráneo. Un centenar había botado sus deseos sobre esa barcaza endeble construida con troncos de árbol con un pasaporte de insignificancias hacia otros mundos. Ya sin motor que guiase sus destinos, sin comida ni energía, fueron subidos uno tras otro a la fragata española Juan de Borbón, apostada allí para identificar a buques sospechados de llevar armas o soldados favorables a Kadafi. Ya no sabe qué hacer con ellos. Diecisiete mujeres, cuatro embarazadas, ocho niños subieron al cayuco en Zawiyah rumbo al primero de los mundos, ése que viste oropeles y despliega riquezas.

No hay quien los quiera. Son la basura más basura del sistema. Son la cara visible del desprecio. Son los que cantan al rostro de los que vivís seguros en vuestras casas tibias -como escribiría Primo Levi- la verdad que no se quiere escuchar. Los que recuerdan con apenas una mirada fugaz que ese lugar les fue construido desde las sobras y que su propio sitial de privilegio está asentado sobre las miserias. No hay otra manera. Es esa puja feroz que deja heridos por doquier y ubica en el altar de todas las gracias a unos pocos que decidirán la suerte de los desarrapados de la historia. Es una cuestión de mera supervivencia. Mi bienestar, mi consumo, mis excesos sólo podrán sostenerse en el tiempo sobre enormes estructuras de muerte y expulsión.
El centenar de la barcaza sobrevivió. Otros miles de cayucos son estallados en pedazos, hundidos con sus tripulantes, pierden todo rumbo o, en proporciones menores, llegan a destino. Pero el costo que pagarán no será gratuito.
Mientras miles y miles son regresados forzadamente a su Africa, entre las miserias compartidas y las hambrunas crecientes o la guerra en ciernes, algunos entran por la puerta de servicio a un continente que soñaron de oro y plata y en el que imaginan un destino amasado entre rodocrositas y amatistas.
No saben que en breve, serán indiscriminadamente los vu cumprá. No conocerán los servicios de salud, ni el trabajo seguro, ni tendrán techo ni cobija para sus noches. Sentirán sobre sus rostros las miradas de desprecio y de temor. El color negro asusta. Abona inseguridades, desgrana inquietudes, provoca miedos.

El precio es alto. Agachar la cabeza, obedecer, aceptar el lugar en los sótanos más recónditos de la indignidad que reserva para todos ellos el primer mundo o bien, tratar de mimetizarse y olvidar quién se es. Como Moammed Sceab, aquel de quien el poeta Giuseppe Ungaretti dijo a principios del siglo pasado que era descendiente de emires de nómades /suicida porque no tenía más patria/ amó la Francia y mutó su nombre y fue Marcel pero no era francés ni sabía ya vivir en la tienda de los suyos. Como Moammed, el pasaporte imprescindible para la aceptación que jamás se consumará -aunque Moammed no lo sepa- es el olvido de la propia tierra, de la propia cultura, del idioma, de aquella otra vida en el continente primigenio.
Están los otros. Los que quedan para siempre recluidos en ese universo de negritudes, sin agua, sin alimento, sin mañana ni siquiera dibujado en los sueños. Hundidos en sequías como la actual, la peor de todas en 60 años, que aplasta en la hambruna eterna a diez millones de personas. Con la certeza de que año tras año morirán casi seis millones de niños con menos de cinco años. Niños como Aden Salaad, de dos años, que el diario El País retrató en un fuentón de plástico raído en la mitad que sobrevive en Dagahaley, uno de los tres campos de refugiados en el que Médicos sin Fronteras atiende en Kenia.
Aden, con los ojos temerosos y las manitas que se aferran a los bordes de la vida. Sin promesa de futuro porque deambula en un mundo que no fue construido para él y sus vulnerabilidades.
Humillada mi humanidad, llena de amargura mi corazón, mi sangre es todo veneno y fuego, escribió el poeta palestino Fadwa Toqan. Conciente de una vida en la que una y mil veces se topará con un puente en el que deberá mendigar permiso para respirar, para ser, para reir, para sobrevivir. Conciente de que el edificio de la humanidad está hecho para unos pocos que deciden quién podrá subirse al territorio de los incluidos.

El centenar de africanos sobre el cayuco se hermanan -sin imaginarlo- con los millones de esclavos víctimas del etnocidio practicado por siglos por las potencias coloniales. Eran el reaseguro imprescindible para la rentabilidad económica de las plantaciones de azúcar, las producciones de tabaco, de algodón o las minas de oro y plata. Los centros imperiales no dudaron ni un segundo siquiera en producir el desarraigo de los pueblos africanos, que eran concebidos como una pieza clave para la producción capitalista.
A siglos de distancia, con modalidades un tanto más modernas, se conforman organizaciones mafiosas que venden el mito de una sociedad capitalista sin excluidos, en la que tendrán buen trabajo y sueldo en billetes contantes y sonantes cada fin de mes. Ofrecen documentos falsos, permisos inexistentes de trabajo y un viaje seguro a un primer mundo que -no podrían saberlo- no los cobijará jamás.
Luego, si llegan a la tierra prometida, aprenderán muy velozmente que el suyo es un sitial prescindible. Que el despojo será su bandera. Que su sangre -sangre negra, musulmana, pobre- será derramada cuantas veces sea necesario.
Son millones que no se miran aún a los ojos. No lo saben. Pero más allá de estos sombríos horizontes habrá un día, más puro y luminoso que todos los demás, en que el sol y la vida destellarán sobre la tierra y la rabia deglutida ya no será mascullada a solas y oscuras sino que será elevada a la categoría de semilla colectiva.

Fuente: Boletín de Noticias PELOTA DE TRAPO- 12/07/11 - CLAUDIA RAFAEL - Ag. APE -

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